domingo, 28 de enero de 2018

La dictadura del capital

Democracia, la palabra que algunos sectores no paran de usar. Pero, ¿verdaderamente saben el alcance de dicho término? ¿Saben ellos, realmente, qué es la democracia?
Vamos a comenzar con lo más simple: etimológicamente, democracia significa el poder del pueblo (demos = pueblo, kratos = poder). Sin embargo, ¿existe realmente el poder del pueblo al día de hoy, en el Siglo XXI? Y la respuesta que vamos a dar es absolutamente sencilla: no.

Hoy en día, la democracia ha sido reemplazada. Aunque se utilizan diversas teorías y nomenclaturas para hacer referencia a esta situación fáctica de poder en la que vivimos, la realidad es que el poder no es del pueblo. Hoy, el poder, no se sustenta realmente ni en la Constitución, ni en leyes nacionales, ni en ningún sistema de legalidad. El poder, en su sentido clásico del derecho político (es decir, como una relación de mando y obediencia), descansa únicamente en la voluntad difusa y errante del capital.
En la fase actual del sistema capitalista, donde conocemos un orden en el cual imperan las empresas multinacionales, podemos afirmar que el dinero está por encima de cualquier otro fundamento de poder.

No vamos a soslayar que, al día de hoy, seguimos utilizando el término democracia incluso quienes ya afirmamos que no vivimos en una. ¿Por qué? Porque hoy no utilizamos la susodicha nomenclatura de forma positiva, sino negativa: la utilizamos para explicar aquello que no es un estado de excepción, es decir, prácticamente como contraposición a las dictaduras genocidas y títeres del poder de occidente de las cuales tenemos un conocimiento empírico muy real en América Latina.
Pero lo central es que podemos aseverar que la democracia, como término propio de la teoría y la praxis política, ha perdido su significado. Parafraseando las palabras más famosas de Nietszche, en Así Habló Zaratustra, el poder del pueblo ha muerto.

Rancière, filósofo que fue discípulo de Althusser, emplea el concepto de “posdemocracia”. Esto implicaría que “el pueblo desaparece de la escena política y su rol y peso en la toma de decisiones es sustituido por una élite corporativa de clase y tecnocrática, donde la soberanía del pueblo es reemplazada por la soberanía y el poder de mercado”.
Y así como en el concepto de “posverdad” no existe una verdad objetiva, sino que la misma es construida por quien busca instalar su discurso, en el concepto de “posdemocracia” de Rancière no hay una democracia real y objetiva, sino que esa democracia es la que instala esa élite corporativa de clase y tecnocrática a la cual hace referencia el filósofo.

De un mero razonamiento lógico podemos deducir que, si la democracia es el poder del pueblo, en la posdemocracia (donde el pueblo desaparece de la escena política) la democracia ha dejado de existir. Y esto es lo que vemos hoy en occidente: un sistema de poder de facto donde la idea misma del proceso electoral ha dejado de tener sentido ya que es imposible acceder a los puestos de poder sin el apoyo de los detentores de los grandes capitales, que habitualmente actúan a través del poder mediático o, como estamos viendo cada vez más en Latinoamérica, a través del Poder Judicial.

Si vamos al ejemplo de Estados Unidos, el país “líder del mundo libre” según la propaganda instalada culturalmente en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y la posterior dicotomía de la Guerra Fría, nos encontramos con un sistema bipartidista donde es imposible acceder al poder a través de elecciones sin el apoyo de la estructura burocrática de alguno de los dos partidos dominantes, que a la vez son sustentados básicamente por los distintos detentores del capital.

Y de hecho, podemos ver que no es gratuito apartarse del ala del capital que gobierna con mano dura. Aquello que los medios de comunicación nos mostrarán como medidas ciertamente progresistas cuando sean llevadas a cabo por la dictadura reinante en Arabia Saudita (país donde se impone penas graves a quienes se expresen públicamente contra el régimen), serán expuestas como propias de un régimen feroz cuando sean llevadas a cabo por el gobierno de Irán. Claro, es que en verdad la democracia no importa: lo que importa es que Arabia Saudita es aliado fundamental de Estados Unidos en Medio Oriente, e Irán no lo es.
La democracia dejó de importar hace mucho, porque su régimen ya ha sido depuesto. Y no es que el gobierno iraní sea propio de un Estado de derecho, sino que la razón para que sea criticado no pasa por ahí: si Irán es vilipendiado en los medios occidentales se debe a que su alineamiento político no está con el capital que manda fácticamente en este lado del mundo.

Y fuera del ámbito de la política nacional e internacional, podemos incluso pensar en las relaciones de mando y obediencia en diferentes ámbitos de la vida privada de las personas.
Si pensamos en las razones por las que una persona en relación de dependencia debe responder a las directrices de la dirección de una empresa, las mismas se fundamentan únicamente en que una de las partes tiene el capital. Y la parte que tiene el capital puede restringir de forma casi absoluta la libertad de la parte que no lo tiene: si quien trabaja en relación de dependencia no hace caso a lo que le es dictado, perderá su fuente de trabajo. Y si pierde su fuente de trabajo, estará comprometida su subsistencia como persona humana.
¿Y en base a qué puede una parte decidir sobre la libertad y la subsistencia de un ser humano? En base a que cuenta con el capital como fundamento irrevocable, y el capital puede dictar. Quien goza del capital es libre para decidir, incluso, sobre la existencia o no de otros seres humanos. ¿Existe un poder más grande que ese? Y ese poder, ¿tiene algún sustento en la voluntad popular o es meramente fáctico? La respuesta no parece ser demasiado complicada.

El Papa Francisco, en su profunda crítica al sistema capitalista, va incluso más lejos y habla del “terrorismo del ídolo-dinero”. Este ídolo, según Francisco, gobierna con el “látigo del miedo” y constituye un “terrorismo básico” del cual “se alimentan los terrorismos derivados como el narcoterrorismo, el terrorismo de Estado y lo que erróneamente algunos llaman terrorismo étnico o religioso”.
¿Puede acaso alguien negar que el capital actúa mediante la creación de terror? ¿En qué se funda la decisión de una persona de restringir su libertad en el ámbito del mercado (que, al ser la norma por antonomasia, gobierna en los demás ámbitos de la vida) y someterse a las decisiones que tome una dirección constituida por personas a las cuales ni siquiera conoce? La respuesta es simple: el terror. ¿Por qué? Porque si no obedece, puede perder su fuente de trabajo, y si pierde su fuente de trabajo, es probable que no tenga con qué subsistir (y, al no poder subsistir, tampoco podrá hacerlo su familia que depende de ese ingreso). ¿Acaso esto no genera terror? Cualquier trabajador que haya sido despedido o esté en riesgo de serlo podrá explicar sus sensaciones al respecto y dar una respuesta certera, la cual en mi caso me reservo para mi persona.

Entonces, ¿de qué democracia se puede hablar? ¿De qué libertad se puede hablar si la subsistencia personal como ser humano depende de la lógica de lucro de alguien que posee el capital? ¿Puede existir alguna libertad si la consecuencia de no seguir una directiva empresarial es la retaliación consistente en la ausencia de una fuente de subsistencia? Con precisión estamos en condiciones de afirmar que no.

Así las cosas, estamos en condiciones de reinvidicar el concepto de posdemocracia tal cual es planteado por Rancière: la democracia de la que habla occidente no es otra que la que construye como tal mediante el discurso, dejando la significación etimológica de “poder del pueblo” como un significante vacío, o quizás, como un concepto contenedor, que contendría entonces algunas nociones de la polis griega que serían más propias de la prehistoria que de nuestra realidad o los delirios de algún idealista que cree en una sociedad igualitaria donde todo ser humano tiene una dignidad inalienable con independencia de sus posesiones materiales.

No tememos, nuevamente, en relacionar los conceptos de posverdad y posdemocracia, porque esta última es parte de la primera. El significado real de la democracia fue obliterado y reconstruido con el fin de asegurar el gobierno fáctico del capital tras una fachada pluralista. Y esto puede ser ingresado fácilmente en la idea de posverdad, donde la verdad (en este caso el significado etimológico de democracia, poder del pueblo) ya fue también destruida y reconstruida con el objeto de asegurar que el poder no sea un instrumento de liberación para el 99% menos rico de la humanidad.

Así y todo, es necesario seguir utilizando el término “democracia”. Pero es momento de dejar de usarlo como simple oposición a una dictadura de rasgos fascistas, y es momento de volver a pensarla como el poder del pueblo, en el más amplio sentido de su raíz etimológica.
Y hay una sola forma de volver a darle significado a la democracia: esa forma es demoler definitivamente el poder del capital y deconstruir su posdemocracia. Demostrarles que el pueblo es profundamente demócrata, pero lo es en serio, y no va a aceptar esa farsa que construyeron para proteger sus fortunas y reproducirlas mediante el “látigo del miedo”.


Lo que se dice una democracia en serio. 

-Por Ezequiel Volpe.